Este cuaderno dedicado a Joaquín Brotóns, que publicó el Área de Cultura de la Diputación de Málaga, con motivo de una lectura de poemas que dicho poeta realizó en el Centro Cultural :»Generación del 27″, en Málaga, donde le presentó el prestigioso poeta Pablo García Baena (Premio Príncipe de Asturias de las Letras y Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana), contiene 5 poemas de temática homoerótica y lleva un magnífico prólogo de Luis Antonio de Villena (Premio de la Crítica) , buen conocedor de la obra de Brotóns, que escribe en su prefacio: “…La poesía de J. Brotóns procede de la intensidad del vivir, del apetito por las formas y los seres, y se construye para salvar esa vida, y animarnos a vivir más intensamente, después de su lectura. Es una poesía, la de Brotóns, de la pasión y del cuerpo. Nos envuelve, pues, en sensualidad y propende a que la lectura sea un incendio. Su autor necesariamente es un vitalista, y escribe poesía como quien traza una línea de grueso rotulador por debajo de esa misma vida…»
«…Sus poemas, que son pasión y vida, hablan del cuerpo (y de su melancolía) y quieren arrastrarnos a su éxtasis. Poesía, en una palabra, de vividor y para vividores, a la que no molesta, sino afila, su halo de aceptada heterodoxia”.
El muchacho de la camisa rosa-pastel.
Se llamaba Miguel.
Y había nacido en Cádiz,
pero residía en Málaga,
poseía la ternura,
la sensibilidad y la alegría
de los andaluces que nacen
abrazados a la espuma del mar,
aferrados al timón
de un barco cargado de coral,
caracolas y peces multicolores.
Su piel dorada de ángel
tenía el aroma de naranjas y
melocotones maduros,
el perfume embriagador
de limas, papayas, kiwis, mangos,
brevas e higos.
Sus labios rojos, sensuales
eran una mezcla de sabores
melosos, tropicales,
tenían el sabor
de la juventud y de la vida
intensamente vivida.
Amado lucifer.
Ya habían cerrado las puertas del bar. Era casi al alba,
cuando el resplandor de su belleza cegó con su luminosidad la
triste y oscura retina de mis ojos cansados, hastiados de tanta
belleza vulgar, anodina, mediocre.
Llegaste tú, bellísimo Lucifer, hermoso ángel injustamente
arrojado al infierno terrenal, a las tinieblas de los hombres
mortales que visten de gris o negro.
Llegaste tú y tu mirada de Apolo virginal, impoluto, penetró mi
corazón solitario, abandonado, por el que corrían impetuosos
ríos de nieve, hielo y escarcha negra; afluentes infectados por
la soledad. Acaricié tu torso de mármol blanco y tu cintura de
cristal de roca, mientras mi cabeza reposaba segura sobre tu
fuerte y viril hombro de Adán cómplice, que también deseaba la
aventura soñada, anhelada.
No he vuelto a verle, pero un amigo me ha comentado que
su fulgor de efebo se ha marchitado ya, que su piel de nácar y
sus manos de arcángel se han agrietado por el paso del tiempo
y el duro trabajo que realiza actualmente.
Oh, bello Apolo-Lucifer, no eras el amor soñado, pero fuiste
el deseo desbocado, irrefrenable de una noche, el cuerpo en el
que me perdí y en el que volvería a perderme…. mil veces más.
Yo, pagano confeso, hedonista, que escribe estos versos
nostálgicos en la soledad del viejo caserón familiar, que se
desmorona poco a poco, mientras mi cuerpo envejece irreme-
diablemente.
Aquella noche fui feliz. Muchas gracias, amadísimo Lucifer
por regalarme la flor roja de tus muslos de plata y oro, que
perfumada con canela y menta, se deshojó entre mis labios
sangrantes de sed de amor-lujuría. Gracias por permitirme
beber el vino rojo de la pasión de tu juventud dionisíaca.
Los restos del naufragio.
Agotamos una botella de vino de la bodega familiar y charla-
mos largamente, casi hasta el amanecer.
Decía que nuestro amor era una locura, que no podía continuar,
que era imposible.
Y nos despedimos, nos abrazamos emocionados,
nos besamos intensamente, apasionadamente.
Sus lágrimas y sollozos se mezclaron con mi dolor más agudo,
más intenso y desesperado,
con mi angustia apenas contenida.
Sus últimas palabras fueron: »Por favor, no me odies, no me
guardes rencor, perdóname».
Y se marchó solo,
cabizbajo,
meditabundo, por la estrecha y vacía calle de la pequeña ciudad
de provincias, en la que las lámparas de las farolas bailaban una
danza de muerte y desolación, un ballet de desamor y fracaso,
una coreografía de máscaras y sombras locas y absurdas,
que ocultaba atléticos bailarines, maquillados con los colores
pálidos y grises de la tristeza y el desengaño amoroso.
Después, pasados unos meses, tras el silencio y el abando-
no, brotó la depresión la angustia, el miedo, el
pánico a encontrarle en la calle o en las viejas tabernas en las
que habíamos bebido el vino dulce, embriagador del amor
maldito, prohibido por la sociedad bienpensante y moralista; el
abismo, el infierno de saber que continuaba allí, en la misma
ciudad, pero lejano, ausente, perdido, oculto en otros brazos,
en otro amor tan distinto, tan diferente al nuestro.
Ahora, transcurridos los años, anestesiadas las heridas,
joven amigo, vuelvo a recordar los días dichosos de nuestro
amor, los días de nuestra pasión, de nuestra locura…
Ahora, cuando escribo estos versos, que quizás tú nunca leas,
sólo quiero decirte con ellos: Gracias. Gracias por tu amistad,
por tu cariño, por tu comprensión, por tu amor. Y que los dioses
te concedan el privilegio de la felicidad. Te lo mereces. Criatu-
ras de tu bondad, de tu ternura y de tu sensibilidad no nacen
todos los días.
A Joaquín Brotóns.
Acepta el fracaso de tu vida,
la soledad a la que estás condenado.
Y en la larga y oscura
noche de insomnio,
cuando la idea del suicidio
tortura tu mente,
decídete,
da el paso final.
Vida sin amor
no es digna de ser vivida.
Y ningún efebo-amante
ceñirá tus sienes
con laurel o pámpanos,
ni depositará rosas blancas
sobre el panteón familiar
que acogerá tu cuerpo inerte, frío,
rígido, sin vida…