JOVEN ILICITANO. 2007.

Esta primera edición del cuaderno para amigos, «Joven Ilicitano»,  publicado por la Colección: «El Impresor». Valdepeñas, 2007, que  consta de 350 ejemplares firmados y numerados por el autor, cuyo preámbulo realizó el catedrático y profesor titular de Literatura Española,  en  la Facultad de Letras de la Universidad de Castilla-La Mancha,  en Ciudad Real, Jesús  María Barrajón, escribe en el prólogo: «…La lectura de Joven ilicitano nos devuelve la idea de la literatura como confesión y traslado directo de lo vivido a la escritura. Su fuerza reside precisamente en ese carácter autobiográfico, así como en un modo  expresivo que se abandona a la vehemencia de nombrar el paraíso y el infierno  a través de de enumeraciones de imágenes sensuales que nos trasmiten una idea del placer y del dolor. El centro de esta prosa poética es el corazón del poeta, una vez más desgarrado en su enfrentamiento con la vida. Es un texto inhabitual y arriesgado que inaugura, junto a los cinco poemas de «Adiós, muchachos», una nueva época en la poesía de Joaquín Brotons, tras ese intermedio de contención expresiva y sentimental que fue «Reencuentro en el sur» (1987). La apuesta, personal y literaria , es grande. El autor conoce sus riesgos de cara a un público lector desacostumbrado a este tipo de manifestaciones directas de la sentimentalidad. Lo que nadie podrá negarle es valentía y, sobre todo, coherencia con la que ha sido su idea de la literatura, lo que, en el caso de Joaquín Brotons, es tanto como decir su propia vida».

RESEÑA DEL LIBRO, publicada en el diario: Lanzadigital.com, el 26/3/2019.

«…Joven Ilicitano cuya aparición se remonta al año 2007, nos muestra a un poeta capaz de componer prosa poética, y de darle un baño personal. Es el dolor de un amor que no pudo ser más breve ni más longevo de lo que fue, y acude al paladar de Joaquín Brotons aquel verso que llevamos en la memoria, y que dice: «Nadie te amará como te amó el poeta», verso que tuvo un destinatario que a uno se le pone un nudo en la garganta al recordarlo».

Raúl Carbonell Sala (Escritor, poeta, dramaturgo y crítico literario)

Joven Ilicitano

Yo vivía en la fría cárcel del desamor, en la que me ahogaba en un océano de alcohol; sobrevivía en una cueva-mazmorra lúgubre, tenebrosa y húmeda que rezumaba gélida soledad de nubes de granizo y hielo, en la que sus punzantes estalactitas goteaban amor llagado, ulcerado, que nacía en un oscuro e impenetrable bosque de eucaliptos y robles podridos, cubiertos de espeso musgo y maleza con surtidores de agua negra, que brotaban entre las piedras y formaban riachuelos de abandono y desdicha, hasta que llegaste tú, joven ilicitano de cálida sonrisa y labios estivales, que iluminaste con tu esplendor vitalista y solar mi vida…, tras espetarme:” Que querías iniciar una relación conmigo, que la distancia no es problema, cuando hay amor…”

Y creí ciegamente en tus palabras y me entregué en cuerpo y alma, me inmolé en el placentero altar de los sueños…, en el que las rosas del desierto se abrían mostrando su belleza interior, enigmática, poblada de mariposas multicolores que surcaban los prados, en los que cabalgaban en estampida, enloquecidos, los blancos y viriles caballos del deseo y los negros alazanes del sexo que relinchan a la luna de cuarzo y amatista; los potros desbocados de la fiebre con la que un cuerpo joven carboniza la atmósfera cargada de lágrimas de fuego que chorreaban por los embudos de cobre y bronce, en los que corre la lluvia ácida de azufre que inunda el fondo de las tinajas de barro, cuando fermentan tumultuosamente en rojo pasión, manchando la impoluta y blanca cal de las paredes de las bodegas centenarias, en las que están dibujados con sangre los amantes del poeta, cuyos retratos forman una galería de cristales venecianos de belleza anhelada.

Los mancebos de ojos negros y suave piel africana, cobriza, cuyo tacto calcinaba sus manos en la antorcha de los anhelos, que forma dunas de arena incendiaria en el fascinante oasis en el que se bañan los cuerpos adolescentes; los muchachos turbadoramente hermosos coronados de erotismo puro, inmaculado, cual dioses que pasean orgullosos por el césped seco del solitario y desvencijado embarcadero del amor imposible; el puerto en el que sestean y bailan las barcas de porcelana iluminadas por sus blancas velas; el malecón de los descorazonados de alma frágil, sensible, en el que los trasatlánticos que surcan los mares de petróleo encallan contra las rocas, hundiéndose lentamente, hasta alcanzar las profundidades marinas en las que yacerán para la eternidad, ocultando sus tesoros a la codicia humana que pisa la flor del azafrán y no aprecia el olor de las acacias.

Te coroné y adoré, amor mío, como a un dios -eras mi dios del Olimpo, mi Apolo- con pámpanos y uvas en la alta noche báquica, en la que en las viejas tabernas bebíamos el vino empalagoso, dulzón de la felicidad, que bellos efebos coperos escanciaban de cráteras helénicas adornadas con sátiros y faunos, en copones con incrustaciones de oro y diamantes, engarzados con perlas, cuyas ostras aún nadaban en un mar adormecido, somnoliento, que acariciaba los pies de los amantes que tomaban el sol en las playas griegas, junto al dorado sexo prohibido que dormía en su cama de mullido algodón lujurioso, cubierta con dosel de delicado paño impregnado de aroma de alhelí.

Después, al alba, ya ebrios de amor y pasión, paseábamos abrazados bajo la luna violeta por las calles largas y silenciosas de mi ciudad-isla, envueltos por el viento cálido y perfumado del mosto de la vendimia, que empapaba los viriles torsos tatuados y atléticos de los jóvenes obreros que iban a sus faenas escuchando música de acordeones lejanos, melancólicos, y nos veían cruzar dichosos las callejas habitadas por sombras alucinadas, esperpénticas, que huían espantadas hacia la luz de las farolas, ocultando tras ellas misteriosamente sus rostros de jaspe cubiertos con máscaras y maquillajes con los que se camuflaban en el hipócrita carnaval de la vida.

Nos amamos durante tres meses en un loco, furioso y arrebatador e intenso amor-pasión, en el que rocié tu espalda de arcángel-Adonis tallado en bronce con nenúfares, adelfas, celindas, azahar y pétalos de rosas rojas recién cortadas, aún húmedas, mientras ungía delicadamente con aceite de oliva virgen y esencias de romero y nuez moscada tus piernas, hermosas como columnas corintias labradas de filigranas cuyos frisos y capiteles palpaban el cielo y te hacían gemir de placer junto a mí, cuando acariciaba tus pezones tersos, erotizados…, pero inexplicablemente todo lo destruiste con un frío mensaje de móvil, con un violento hachazo:

”…No tengo claro que lo nuestro siga adelante. Pensaba que la distancia no sería problema, pero sí lo es. Perdóname, Joaquín. Lo siento mucho…”

Y tu helador texto hirió terriblemente mi orgullo de enamorado, como sucias navajas ensangrentadas se clavaron en mi mente y me hundieron en la desolación, como un afilado cuchillo oxidado, rompiendo de un tajo seco el espejo de los sueños, las ilusiones de recorrer los caminos juntos, que ya habíamos trazado, tras arrojar nuestro mensaje de amor en una botella al caudaloso e impetuoso río que desemboca en el mar que lame las costas de coral, cual marineros naufragados bajo los cocoteros que despliegan su bandera blanca y escuchan el canto de las sirenas con la esperanza de que el viento arrastre sus voces hasta los barcos que fondean cerca.

Tras la ruptura, sobrevino, como un violento huracán que sólo deja a su paso muerte y dolor, un nuevo brote depresivo, las pastillas, la tristeza, el desengaño, la ansiedad, la angustia, el miedo cerval, el desconsuelo de saber que ya te había perdido y que caía nuevamente en las garras cainitas de la soledad, que me ahogaría en un furioso oleaje de melancolía y lágrimas de luto, en una cloaca de cieno al conocer que ya no me amabas, que nada sería igual, aunque salváramos la amistad…

Hoy, en la dura y cruel soledad del piso que habito y que ayer tú llenabas de alegría, evoco con nostalgia aquellas noches de frenesí, en las que me estrechabas entre tus brazos de cristal de roca y dormíamos abrazados o con las manos entrelazadas, ¿recuerdas?, acariciándonos, mientras besaba tu boca que sabía a miel y canela; tu torso alado de ángel inmortal esculpido en marfil y mármol blanco; tu pecho de acero forrado de nácar negro y tus labios de fuego que abrasaban como cenizas candentes, cuando mordían apasionadamente los míos, que al amanecer se incendiaban al agitarlos el suave viento del deseo que empuja las hojas verdes de aguamarina y esmeralda del árbol milenario de nuestro amor diferente; las olas de lapislázuli que eran fragmentos de lienzo azulado, inmaculado, convertidos en jirones de las finas sábanas bordadas de encaje que nos cubrieron de pasión y que aún conservan la esencia del perfume exquisito de tu cuerpo con fragancia a jazmín y albahaca, a mejorana y hierbabuena salvaje que crece junto a las orillas de los ríos de espuma enamorada, en el que nadan desnudos los amantes distintos, los estigmatizados por la sociedad bienpensante que desconoce el perfume del arrayán.

Sé feliz, amor mío, joven ilicitano, que desgarraste mi corazón, pero al que no guardo rencor -no se puede odiar a quien verdaderamente se ama tanto-, muchacho que tienes el aroma meloso de las palmeras y dátiles de tu tierra, como el dulce y aromado sabor a melocotones maduros de tus labios voluptuosos, sedosos…, que busco inútilmente en la soledad de mi lecho vacío, deshabitado sin ti, sin tu dorada y tibia piel mediterránea que sabía a frutas del paraíso, a néctares exóticos.

Ahora, cuando ya el otoño muestra su cara más afligida anunciando el frío invierno, evoco aquellas noches irrepetibles en las que bebíamos el delicioso y embriagador licor de dátiles de tu ciudad natal, ¿recuerdas?, cuando éramos felices y nuestro amor era puro y ardiente, como el de dos adolescentes que se besan por primera vez bajo los almendros en flor y depositan sus pétalos sobre su desnudez efébica.

Amor mío, sé feliz, mientras yo envejezco en soledad rodeado de recuerdos, que laceran mi corazón roto. Ojalá encuentres el amor a la sombra del “Palmeral”, joven ilicitano que me entregaste vida y muerte casi unidas, cogidas de la mano temblorosa, seca, sarmentosa y helada del amor-desamor que, como nieve negra que hiela los frutos tropicales, marchitó mis esperanzas, llenándome de desencanto, sumergiéndome en un oscuro y negro túnel, en el que la luz es tenue sombra mortecina que ilumina una débil vela casi apagada por la brisa heladora del desamor, la galerna, el tornado del desafecto, el ciclón que destroza todo.

Sé feliz, muchacho ilicitano, que me hiciste vibrar de amor, ya en el amarillento ocaso crepuscular de mi existencia, cuando nada esperaba y todo era nostalgia, ausencia, voces y ecos lejanos que oigo en el sobrecogedor silencio, cuando el mar duerme bajo la luna llena, que delata a los amantes que se aman bajo las viejas barcazas y góndolas de madera raída y putrefacta, en las que los pescadores de plata ahogaron su vida, ya olvidada, enterrada en el fondo cenagoso del mar que bate impetuosamente las caracolas cubiertas de lava volcánica, junto a las ballenas cuya piel empapada en alquitrán custodian sus esqueletos picoteados por las gaviotas que graznan su dolor y ladran a la muerte, cual perros atormentados por el miedo, que se esconden en sus cubiles, como chacales que aúllan a la luna que los ensombrece con su grandiosidad de astro enamorado y enloquecedor.

Y recuerda siempre-no lo olvides-, que nadie te amará como te amó el poeta, que nadie ceñirá ya tus sienes romanas con el laurel del triunfador…Ese privilegio sólo te lo concedió el vate, que yace ahora derribado, vencido, solo, ausente, errante, como un niño abandonado o un naufrago en una isla…, entre la espesa niebla de las tumbas rotas y mohosas por el tiempo y el olvido; como un espectro perdido entre las fosas y lápidas cubiertas de verdín del viejo, sucio y abandonado cementerio del desamor, en el que las lagartijas crían entre marchitos jacintos, tulipanes, magnolias, azucenas y crisantemos, cuando escribe estos versos para intentar calmar su angustia y poner bálsamo sobre las heridas abiertas, aún sangrantes…, como terapia que le aconseja su psiquiatra y amigo.

Sé dichoso, amor mío, joven ilicitano de cabello negro como el carbunclo y ojos de zafiro y preciosos dientes blancos como perlas, que, en tus sensuales labios te llevaste las huellas imborrables de mi amor, aquel amor que nunca volverás a tener –nadie te amará como el poeta- y algún día recordarás, añorarás, cuando sientas el mismo desgarrón que, cual daga envenenada con cicuta, penetra lentamente destrozando tus sentimientos más íntimos.

Sé feliz en tu “Ciudad de las Palmeras”, príncipe de mis días de vino y rosas, mientras bebo en soledad el vinazo turbio y áspero de la decepción, la frustración que, como droga, anestesia, mitiga mi dolor más agudo, cuando apuro hasta el fondo el néctar agrio de la copa del desdén; el cáliz rebosante de amargura, en este 2 de noviembre de 2005, en que cumples treinta años y deposito estos versos, cual lilas frescas y perfumadas, sobre el panteón en el que has sepultado los restos de nuestro amor, tras talarlo de raíz como a un viejo árbol seco y enfermo.

Yo regreso a mi ataúd bordado de soledad, al catafalco en el que me cubro con el manto de terciopelo negro y ajado, que sólo los “Raggazzi de vita” acarician con sus manos expertas…Se acabaron las noches ardientes y los días dulces del amor, el despertar junto a tu cuerpo, acariciando la cicatriz de tu vientre de bronce y tus prietos y rotundos muslos húmedos; las duchas juntos, enjabonándonos…; los desayunos de yogur griego y mermelada ¿recuerdas?. Ya todo es historia, melancolía de tiempos idos.

Sé feliz allá, en tu tierra fenicia y árabe, en la que mis antepasados paternos tenían sus raíces, muchacho de sonrisa cómplice, franca, espontánea que me guiaba en el silencio sobrecogedor de los deseos agónicos, cadavéricos, que cruzan el desfiladero peligroso y abrupto en el que las águilas anidan entre los roquedales puntiagudos de vidrio, coronados de nubes púrpura y en los que la escarcha esculpe con su cincel de fragua incineradora esculturas de monstruos aterradores, que los relámpagos de la tormenta iluminan y llenan de vida mitológica, haciendo de ello un espectáculo único de sombras, luces y sonidos huecos, vacíos, que ciñen tus pestañas con hiedra trepadora, que penetra por las ventanas y balcones de los locos de amor, los enamorados del amor imposible, los que saben que aman tanto, que terminarán solos.

Adiós, amigo, te deseo lo mejor, pero presiento que no tendrás suerte, que también te clavarán el fino estilete del desamor, amor mío, ser angelical que me fascinaba hasta extasiarme –mi ángel salvador …-; criatura de belleza deslumbrante como el rubí en la que crecen nardos y violetas, que subliman mi tristeza en las noches frías de desamparo, en las que siento tu lengua recorriendo lentamente mi cuerpo, deteniéndose…, acariciando mi sexo.

Aún escucho tu voz amiga, insinuante, llamándome; los latidos de tu corazón, tu excitación…, cuando salías de la ducha y cubrías tu desnudez con el albornoz blanco, mientras te afeitabas en el espejo modernista del baño y el vaho celoso envolvía con satén tu bello semblante, tras el enfurecido oleaje que se estrella contra el rocoso acantilado de los sueños, en el que vuelan los negros cuervos del inhóspito y asfixiante desafecto, que con sus sucias garras infectan el corazón sensible de los poetas.

Los viejos hechiceros y cantores de la tribu que saben que predican en el desierto árido de la incomprensión, en el que en las vacías cuencas de los ojos de las calaveras brotan flores secas, muertas, que son paisaje único de desolación y terrible soledad cuyo viento huracanado arranca tormentas de arena que cubre los ojos de los amantes, convirtiéndolos en paseantes ciegos, que se golpean contra las sombras sordas del desengaño y se filtra por los huecos de las tapias del gris cemento del fracaso y profundiza hasta los cimientos, clavando sus colmillos ensangrentados en las raíces de la casa del amor, en el templo de los adoradores de Eros y Apolo, en el que sus diáconos de belleza exótica, sus faunos tocados por la gracia celestial de los dioses, veneran a sus amantes, en el altar construido con sal y espuma del mar, que acaricia tiernamente, suavemente, delicadamente sus cinturas y torsos, sus labios de frambuesa.

Adiós, amor-amigo, amor-amante, que los dioses te coronen de estrellas y constelaciones y pinten con carmín rosa almagre tus labios ardientes, que tu belleza de lirio azul hará oscurecer entre la arboleda del monte de los deseos imposibles, en el que sólo los sueños son realidad palpable, viva, como el verdadero amor que te tuve, que aún destila amargura en el alambique de este extenso poema en prosa, que, quizás, seguramente nunca leas, pero que yo escribí para ti con la sangre roja del corazón y los ojos empapados en lágrimas, transido de dolor, joven ilicitano, sol y luz de aquellos meses felices, en los que volví a sentir el AMOR, el amor que huele a jazmín y posee la belleza de la flor del granado macho, que nace en los frondosos huertos de tu tierra, junto a las palmeras que repletas de dátiles endulzan los labios de los amantes como tú y yo, en aquellos dichosos meses estivales, en los que el amor embriagó mis labios empapados en la saliva con sabor a coco y vainilla de tu lengua.

Autor: Joaquín Brotons Peñasco

Poeta, crítico de arte y literario, y narrador Español.

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